Todo empezó en las calles del Lower East Side, cuando firmaba como SAMO (Same Old Shit) mensajes crípticos en paredes y puertas. Basquiat no tardó en convertirse en un fenómeno: a los 20 ya estaba exponiendo en galerías importantes y codeándose con Warhol, Madonna y la crema del arte pop.
En 1980, cuando el dúo SAMO se disolvió y su nombre comenzó a circular en la escena artística, Basquiat dio un giro: cambió los muros por lienzos y se metió de lleno en el mundo del arte de estudio. Aunque nunca perdió la urgencia ni el lenguaje de la calle, empezó a trabajar con acrílico, óleo, pastel y collage sobre lienzo o madera. Su primera gran aparición fue en la exposición colectiva “The Times Square Show”, y desde entonces su ascenso fue meteórico.

Su estilo era puro impulso: garabatos, palabras tachadas, cráneos, figuras negras coronadas. Su arte hablaba de racismo, poder, historia afroamericana y lucha de clases, mezclando lo salvaje con lo sofisticado. Era arte urgente, como su vida: intensa, brillante y breve.
Su obra es atravesada por influencias múltiples: la música jazz, la anatomía médica (que estudió de chico tras un accidente), la poesía beat y el arte africano. En sus cuadros se pueden leer palabras en inglés, español, francés y hasta símbolos inventados por él. Todo convive en una especie de lenguaje visual propio y crudo.

Su rostro adorna remeras, zapatillas, portadas de discos y hasta emojis. Pero más allá del marketing, su legado es puro fuego: una obra que arde con la urgencia de quien no tuvo tiempo, pero sí algo vital que decir.
Murió en 1988, a los 27 años, por una sobredosis. Pero su obra sigue viva y actual. Basquiat no fue solo una estrella fugaz: fue una explosión que todavía ilumina el arte contemporáneo.