Con su cartel pintado a mano, su mostrador de mármol y paredes que parecen susurrar anécdotas del barrio, Pirilo no necesita mesas ni manteles. Acá se come al paso, parado, muchas veces en la vereda, rodeado de vecinos, turistas y parroquianos de siempre. El encanto está en la simpleza y en una pizza de molde que es pura identidad: alta, húmeda, generosa.


 Una tradición familiar: Silvia Vezzari y el corazón del horno

Pirilo está en manos de la familia Vezzari desde hace décadas. Y si hay una figura que encarna el alma del lugar hoy, esa es Silvia Vezzari. Heredera directa de la tradición pizzera y del amor por el barrio, Silvia es quien se encarga día a día de mantener vivo el fuego —literal y simbólicamente— que da sentido a este rincón icónico de San Telmo.

Silvia atiende, hornea, conversa, recuerda nombres, corta porciones como quien reparte memorias y cuida cada detalle como si el local fuera su propia casa. Con la firmeza de quien conoce el oficio al dedillo, y la calidez de quien entiende que cada cliente viene a buscar mucho más que una porción. 

 

 

              La receta no se toca,                                       la calidad no se negocia.

 

Esa es la línea que Silvia sostiene con orgullo, y con ella el legado de generaciones. Su labor no solo mantiene viva la esencia de Pirilo, sino que también resiste con elegancia a los vaivenes de la moda gastronómica.

La fugazzeta es legendaria, pero la de muzza con fainá arriba es casi un rito. La masa gruesa, esponjosa y apenas crocante por debajo, con una cantidad de queso que desafía cualquier dieta, convierte a Pirilo en una parada obligada. Todo servido en porciones rectangulares, sobre papel, para comer ahí mismo, contra la pared o bajo el sol de la vereda. Comer en Pirilo es volver a una postal que nunca se fue. Una porción, y sentís Buenos Aires.